miércoles, 16 de marzo de 2016

Intratable

Soy un alérgico empedernido de anafilaxias comunes,
alérgico a los madrugones aunque no a las madrugadas;
repudio los cuadrados y las lindes cerebrales,
a los “listos de la clase” que memorizan bibliotecas
y no saben construir un caballo con palillos de barro.
Cada vez más contrario e hipersensible a los diccionarios,
a la impronta del académico y su talonario particular.
La imposición en cualquiera de sus acepciones
me irrita inefablemente hasta el sarpullido y la fiebre.
Alérgico a los horarios aunque no a las horas;
constituido en renuencia de cura cualquiera,
prefiero el contagio y compartir cuadro sintomático,
saber que a más gente la xenofobia le da escalofríos,
ataques de ira y una arcada metálica en la femoral.
Que se extienda la química necesaria e invisible
para volver sensibles a los yonkis del urbason
y que paren de inmunosuprimir su sentido común.
Colas en los hospitales con dolor en la injusticia.
Alérgico a las concertinas aunque no a los conciertos,
subrayo mi malestar cuando veo pobreza,
cuando solo unos pocos ojos se ruborizan culpables
y entiendo que su consumo son gotas de colirio.
Alérgico a las etiquetas aunque no a la ropa,
los disfraces socioculturales me irritan,
cuando veo el antisistema triunfando en el sistema,
y entiendo que la lucha está de moda allí dentro.
Cada nueva alergia que me descubro me aísla más,
de la gente sana y su enfermedades comunes.
Desde mi cuarentena frente a la casa del psicólogo,
bajan las escaleras  suicidas que perdieron su adosado,
mientras pisan, al salir del portal, los cartones,
única manta del vagabundo refugiado de guerra.
Entonces toman en el bar contiguo tila y manzanilla
con edulcorante, y pagan y siguen con su vida.

Y ya no sé quiénes son los verdaderos enfermos.

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